URBICAIN

EL VENTANILLO DE CASA MELCHOR

Texto y fotos: Fernando Hualde

Casa Melchor, a la izquierda


         Urbicain es una pequeña localidad del valle de Izagaondoa. Como tantas otras, se ha quedado despoblada, y en progresiva ruina. El pequeño ventanuco, o ventanillo, de la antigua casa Melchor nos va a servir para acercarnos a su historia menuda.

         Aprovechando la eclosión primaveral, que es cuando más esplendoroso se nos muestra el paisaje, quise la semana pasada darme un paseo por el valle de Izagaondoa; todo un regalo para los sentidos. Recorrer este valle provoca, para mí al menos, sensaciones contrapuestas: por un lado está esa imagen bucólica que transmite este remanso de paz, con toda la lectura interpretativa que se pueda y se quiera hacer ante la estampa silenciosa de cada uno de sus pueblos; y por otro lado esta esa sensación de impotencia ante la realidad de un valle que poco a poco se apaga, que va viendo cómo sus núcleos de población se van despoblando, ofreciendo la visión más dura del mundo rural.
         Navegando un poco entre esas dos sensaciones me acerqué hasta Urbicain. Nunca había estado allí, lo confieso. Y la verdad es que me picaba la curiosidad, porque en el arranque de la pequeña carretera que accede hasta este pueblo hay dos señales informativas, una para los que vienen desde Pamplona, y la otra para los que vienen desde Lumbier, y en las dos, que nos señalan que por esa carretera se va a Urbicain, se nos da una información diferente: “Urbicain 1’5 km.” y “Urbicain 2 km.”. Allí queda eso, y el que quiera saber cual de las dos señales miente que lo investigue. Así que allí que fui.

Ventana de Casa Melchor vista desde la calle

Ventana, ventanuco y ventanillo


         Lo primero que uno percibe al llegar a esta localidad es la sensación de estar en un pueblo fantasma. No hay señales de vida. Son casas deshabitadas y hundidas o medio hundidas, cuyo umbral no es prudente atravesar. La iglesia parroquial… muda y vacía, de cuya torre las hiedras se van apoderando; el retablo, un retablo barroco del siglo XVIII, al menos ha sido aprovechado en sendas iglesias del valle de Aezkoa, concretamente en las de Garaioa y de Abaurrea Baja.
         En la primera casa del lado izquierdo, apartando con un palo las hiedras, consigo descubrir un azulejo de cerámica, troceado como un rompecabezas, que discretamente, en letras azules sobre fondo blanco, nos informa: “Provincia de Navarra. Partido judicial de Aoiz. Lugar de Vrbicain”. Es la única señal identificativa, y la verdad es que su aspecto resume a la perfección el estado de esta localidad.
Escudo
         Y esta primera casa que encuentro en el lado izquierdo es la que en su día se llamó casa Melchor, o Melchorena. Su fachada, a pesar de la ruina, todavía nos habla del rango de quienes desde un principio la habitaron. Su portalada de enormes dovelas, su doble ventana de arco conopial desprovisto ya de parteluz, su escudo de piedra…, son elementos que le dan un aire señorial. Antaño fue esplendorosa, sin duda; hoy su fachada es lo único que queda en pie; lo demás se ha convertido en un montón de piedras, de vigas podridas, de tejas rotas, revuelto todo ello en un entramado de maleza. Esa es su penosa realidad.
         Prácticamente en el mismo umbral de la puerta, entre piedras y vigas, me agacho y recojo una pieza rectangular de madera con sus dos bisagras de forja. Se trata de la puerta, o ventanillo, de uno de los ventanucos de la ventana palaciega que a duras penas sobrevive sobre mi cabeza, bajo un alero de madera labrada que ya nada sujeta.
         Sí, ya sé que no es más que un trozo de madera, aparentemente sin valor, y cuya única función, allí sepultado en ese suelo, era ya cobijar a una activa población de hormigas, o dar refugio y alimento a algún insecto xilófago. Sin embargo uno no puede evitar ante la visión de esa pequeña pieza, dejar que sea ella misma la que me cuente, como ventana, qué es lo que ha visto desde su elevada posición. Su aspecto y su hechura nos dice que son muchos años los que tiene, seguramente estamos hablando de siglos; ¿qué no sabrá?, ¿qué no habrá visto?.
         Hablo de una ventana de piedra, con doble arco, a la que le falta la columna central. En la parte central del dintel está tallado el anagrama de Jesús, JHS, detalle este que viene a decirnos que de esa casa, en algún momento de su historia, siglos atrás, ha salido algún clérigo. Este anagrama está flanqueado por dos símbolos solares, que son símbolos de protección. Conviven en un mismo dintel anagramas cristianos y precristianos, religiosidad popular pura y dura en la que no había más teología que la del cantero.
         Al otro lado de la ventana, todavía hoy puede verse, había sendos asientos de piedra, como en los palacios de Disney, en donde se supone que los inquilinos de la casa gustaban de sentarse buscando ese hilo de luz o esa bocanada de aire que por allí pasaba.
         Esta ventana se cerraba con un ventanuco de madera, totalmente opaco, en cuya mitad superior se podía abrir un pequeño ventanillo, de la misma madera, que permitía ventilar la estancia y asomar la cabeza como mucho. Este pequeño ventanillo, con sus bisagras de forja, en el que la huella del paso del tiempo es manifiesta, es el que hoy nos habla, el que hoy nos evoca lo que ante él ha podido suceder.

Ya nadie asoma por esta ventana

Casa Melchor


         La casa Melchor es una de las casas con más solera de esta localidad. No me atrevo a decir que sea la más antigua. Allí está también, a escasos metros, la casa Pedroz, o Pedro Orotzena, que en la piedra situada entre la clave de la portalada y la ventana, tuvo una inscripción que decía “Esta obra hizo hazer Pedro Oros y su mujer – Año 1568” (hoy justamente puede leerse el año, y mal). Esta también la casa Icurgui, antigua Apezarrarena, de aspecto señorial, arquitectónicamente muy interesante y caprichosa, con un tamaño de piedras en su fachada que nos invitan a pensar que con anterioridad al siglo XVII pudo haber sido algo más que una casa, tal vez un recinto defensivo, ¿quién sabe?.
         Podríamos hablar también de casa Mateo, conocida anteriormente como Usunena, de la que un pleito entre sus dueños Miguel de Naxurieta y su mujer Joana de Ardanaz contra los abades de Urbicain y de Beroiz en el año 1606 la convierten en la primera casa documentada de esta localidad, sin contar lógicamente con la inscripción en piedra de la Casa Pedroz.
         Enfrente de casa Melchor está la casa que llamaban de la Abadía, anexa a la iglesia, y documentada con papeles, al menos, desde 1609.
Detalle de la fachada
         Esta última casa de la Abadía es la que se ve cuando alguien se asomaba por el ventanillo de la casa Melchor. Entre ambas casas discurre la calle que atraviesa la localidad, una calle estrecha, aunque lo suficientemente ancha como para que pudiese circular un carro.
         Es cuestión de cerrar los ojos y dejar volar la imaginación. Yo me veo a Melchor de Yriarte, el que fue dueño de esta casa en la segunda mitad del siglo XVII; y me lo veo asomado a su ventana, discretamente, viendo pasar a los de la casa Orzaizena de la vecina localidad de Turrillas, con su galera cargada de sacos de trigo, camino del molino, o Errota, para que allí les conviertan el grano en harina. Y me lo veo a Melchor contento porque ve que el negocio le funciona, pues suyo es el molino que hay a quinientos metros de Urbicain, en el camino que va a Izanoz. Lo suyo le costó hacerlo productivo sabiendo que allí no había más cauce de agua que la discreta regata que da agua a las huertas. Tuvo que apañárselas para hacer una acequia y una gran balsa en la que almacenar el agua sobrante del invierno para que en la época estival pudiese la molienda seguir su curso atendiendo a las necesidades del propio Urbicain y de todo el entorno. Hoy, siglo XXI, nada queda de aquel molino, aunque puede verse perfectamente, rodeada de árboles, la antigua balsa, ya sin agua. El tamaño de las piedras que se emplearon para hacer las paredes de esta balsa, como el tamaño de las piedras de la antigua casa Apezarrarena, hacen sospechar que en ese entorno hubo siglos atrás alguna fortaleza o pequeño castillo cuyos restos fueron aprovechados en estas construcciones.
         De hecho en el siglo XVII nos hablan los documentos de la existencia de la Torre de Melchor, ubicada junto a la regata, más abajo del molino. ¿Qué función pudo tener esa torre?, nada se sabe, o al menos yo nada he encontrado. Pero lo que sí está claro es que aquella familia que asomaba su cabeza por el ventanillo, era una familia pudiente, propietaria de una buena casa, de un molino, de una torre, y también de abundantes tierras. Claro que… entonces el que algo tenía era porque previamente se lo había sudado a base de doblar el espinazo.
         Sigo dejando volar la imaginación, y veo a Melchor de Yriarte saludando al abad viejo, al que daba nombre a la casa de Apezarrarena. Lo veo a aquel hombre con su teja y su sotana remendada mirando hacia arriba, en animada conversación con Melchor. No sabría ahora decir como se llamaba el clérigo, pero intuyo que su apellido podía ser Aguerre, como el de sus dos predecesores Esteban (que en 1650 ya estaba fallecido) y Martín (que en 1579 se vino de la parroquia de Echarren a la de Urbicáin), miembros todos de un mismo clan familiar; pero es solo una hipótesis. Los veo hablando del tiempo, que suele ser síntoma inequívoco de que no hay problemas mayores, que en estos pueblos, tan dados a pleitos, no es poco. Incluso intuyo que en ese ambiente amigable y de respeto jerárquico tal vez Melchor hasta le prometiese favorecerle al clérigo con un saco de harina, tal vez a cambio de una bula o simplemente de un memento en la misa dominical. En torno al abad, o mejor dicho, en torno a sus pies, las gallinas de casa Iribarren picotean por el suelo aprovechando los granos que en su ir y venir van cayendo de los sacos que por allí circulaban en dirección al molino; así pues nunca les falta comida; tal vez sea esa la protección que para su ganado invoca el dueño de la casa poniendo una sencilla cruz en la puerta del corral y una rama de espelko (boj rizado) junto a la bisagra, costumbre esa que se mantuvo durante siglos y que en este mes de abril de 2006 sigue plenamente vigente pese a no haber gallinas.
         Puertas adentro del ventanillo, en el interior de la casa, lo que hay, en mi imaginación, es una vivienda propia de la época. Allí, en la cocina, está el ama dándole a la rueca a la luz del candil, junto al fogón en el que empieza a hervir el calderizo con patatas. El horno de pan da calor a la casa, a la vez que cumple con su función; hacen pan para ellos y también para alguna otra casa. No todos los vecinos tenían horno. Un grabado de San Miguel preside la estancia.
Gozne de forja
         En la alcoba está la abuela acabando de poner sus ropas bien dobladas en el interior del arca. Junto al cabezal de la cama está el aguabenditera que le sirve a ella para santiguarse todas las noches mientras encomienda su sueño a San José. Una gran cruz preside la estancia, es la misma cruz de desclavó de la caja mortuoria de su abuelo antes de darle sepultura. Austeridad total en la estancia.
         Abajo, en la entrada con suelo de cantos rodados, pueden verse las layas apoyadas en la pared, la cesta con los últimos puerros traídos de la huerta, el viejo banco, la percha de madera con las alforjas y el ramal del macho colocada junto a la ventana saetera. Faltan junto a la puerta los tres pares de abarcas, lo que quiere decir que los hombres de la casa todavía no han vuelto de trabajar en la finca que tienen en Izanoz.
         La realidad es que ya nadie habita hoy la casa Melchor. Ya nadie asoma a su ventana, imposible hacerlo. Ni nadie mueve el pedal de la rueca, ni hay gallinas, ni horno, ni molienda, ni oraciones. Ya no pasa el cura, ni el carro de Turrillas, ni pasa el valijero del valle, ni se oyen las campanas. Silencio, ruinas, un pueblo que desaparece, un valle que se apaga.